En compañía de
Gerardo Jaso, Amado de Anda, Juan Carlos (Jano) y del Sr. Lino (trabajador de
mantenimiento del Colegio) nos lanzamos a explorar una cueva cerca de Ciudad
Mendoza, Veracruz, a 260 kilómetros de aquí.
El viaje lo
traíamos pospuesto desde el año pasado. En ese entonces unas lluvias
torrenciales provocaron el desgajamiento de un cerro y la explosión de tuberías
de gas natural de PEMEX. La región era un desastre y decidimos prorrogar la
visita. Después queríamos ir en febrero pero un problema familiar del Sr. Lino
no lo permitió.
El plazo llegó en
esta semana santa. Preparamos nuestras cosas, las trepamos en la camioneta de
Jano y, exactamente hace una semana iniciamos la aventura. Como siempre, además
del proyecto común cada quién tenía sus expectativas. No contábamos con
información precisa de la cueva. El señor Lino nos invitó a explorarla pero los
comentarios que nos daba no ayudaban a crearnos una idea precisa de lo que
enfrentaríamos. El había entrado un par de veces y cada vez que le pedíamos
detalles nuestras dudas se incrementaban. Preveíamos una cueva pequeña y poco
interesante ya que don Lino nos advirtió que la cueva estaba muy maltratada
debido a que la visitan muchos jóvenes de Ciudad Mendoza que se alumbran con
antorchas hechas con una rama, trapos y diesel. Según él, había un foso en el
que apenas cabía una persona y era por ahí donde la exploración podía tener
alguna esperanza. Su primer relato decía que no se le veía fondo y que se
escuchaba agua en su interior. Con ese relato, la amable insistencia a que
visitásemos su pueblo y el deseo de emprender una nueva aventura organizamos la
visita.
Como toda buena
cueva que se respete, esta se encuentra rodeada de mitos. Para variar le llaman
“cueva del diablo” y la leyenda más atractiva es que hace algunos años
encontraron unas 60 monedas antiguas semienterradas ahí. Don Lino nos mostró
una de ellas. Era de cobre, de unos cuatro centímetros de diámetro, con bordes
irregulares y poco legibles en sus grabados. Ninguno de nosotros le dimos mayor
importancia a esa prueba del “tesoro escondido” pues sabemos que en un lugar
así los tesoros son de otro tipo y toman la forma de bellezas naturales
labradas en forma de estalactitas, estalagmitas, pasajes espectaculares, la
diversidad biológica que las utilice como hábitat y el reto físico y mental que
nos represente.
Salimos a las 11:30
de la mañana y tres horas después llegamos a casa de la tía de Lino. Una
viejita sonriente y amable de 86 años nos recibió. Ella y otros familiares nos
ofrecieron de comer. Las tortillas hechas a mano, frijolitos, aguacates y un
picosísimo caldillo de jitomate con nopales fueron un delicioso manjar que
disfrutamos poco antes de emprender la caminata hacia el cerro.
Ciudad Mendoza es
grande. Se encuentra enclavada en un valle muy cerca de los límites con Puebla.
En el camino disfrutamos la vista que ofrecía la nieve del Pico de Orizaba... y
mi mente se iba de viaje, hasta las nieves de Canadá que para estas fechas
empiezan a derretirse para dar paso a los verdes y floridos mantos de la
primavera.
Alrededor de las
cuatro de la tarde emprendimos el camino hacia la cueva. Esta se encuentra a
las afueras del pueblo y el cerro que la alberga domina la cara sureste de los
límites urbanos. Nos acercamos con la camioneta y la dejamos encargada con una
familia de la zona. Caminamos por la ribera de un riachuelo de aguas no muy
limpias pero rodeado de un bosque de galería con sabinos majestuosos. El
contraste era evidente. A nuestra izquierda el cerro semi seco, con vegetación
del tipo de selva baja caducifolia (como en Huautla, Mor.) y a la derecha
árboles frondosos a la orilla del riachuelo. Cargábamos pesadas mochilas. La
exageración era Jano pues apostaba a que pasaríamos un par de noches acampando
en el interior de la cueva e iba preparado con comida y utensilios de cocina
para guisar en forma abundante y deliciosa. Por supuesto, también llevábamos
cuerdas y equipo para emprender una exploración difícil, técnica, en el sentido
de montar fraccionamientos.
Caía la tarde y el
sol pegaba con intensidad. Empezamos a sudar abundantemente y al iniciar el
ascenso por las faldas del cerro a Jano se le empezó a bajar la presión. Tardó
en aceptar que le ayudáramos con algunas cosas para aligerar su carga. La
subida era difícil por la pendiente pronunciada. En el camino encontramos a
algunos jóvenes que a la distancia vimos que andaban en la entrada de la cueva
y para ese entonces emprendían el regreso, antes de que cayera la noche. En la
medida que subíamos tomábamos algunos descansos y admirábamos el paisaje de la
ciudad a nuestros pies.
Por fin llegamos a
un cuevón que tendría unos cuatro metros de profundidad y unos tres de
diámetro. A su costado estaba una pared de unos diez metros de altura que
habría que escalar para llegar a la entrada de la cueva del diablo. Cuatro
jóvenes que nos habían rebasado, ascendiendo en el camino estaban ahí. Uno de
ellos, Alejandro era sobrino de Lino y tenían la intención de acompañarnos en
la exploración. Treparon la pared como gatos y sin protección. De nuestra parte
Amado subió primero y montó una cuerda para facilitar el ascenso de los demás.
Todo el equipo que llevábamos lo trasladamos con ayuda de una polea. Tardamos
un buen rato en esa operación. Nos agarró la noche en medio de las risas y
burlas de los amigos de Lino pues no se imaginaban el uso que podríamos darle a
todo lo que llevábamos.
Cabíamos parados en
la entrada de la cueva. Un poco de basura, el olor a guano de murciélago y
paredes grafiteadas fueron nuestro recibimiento.
Cinco metros
adentro se abría un salón con una gran bóveda. Quince metros más y encontramos
el hoyo. Decidimos colocar un spit para sujetar la cuerda. Había un poco de
basura y si bien se veía un fondo a unos tres metros y medio de distancia daba
la impresión de que había también una galería. Antes de bajar fuimos a explorar
el pasaje izquierdo de la cueva. Había mucho barro húmedo y los resbalones eran
constantes. Lentamente fuimos ascendiendo por ese pasaje hasta que unos cien
metros adelante la cueva se terminó. Las paredes estaban ahumadas y llenas de
sedimentos que se filtraban por las grietas y techos de la cueva.
Regresamos al agujero. Bajamos y ¡sorpresa!, hacia la
izquierda no había más que unos tres metros más de galería. Del lado derecho se
habría otro camino de unos cuatro metros de diámetro que avanzaba en forma
ascendente. Jaso y yo nos emocionamos pues si bien encontramos graffiti
pensamos que la exploración se volvía prometedora. Unos veinte metros adelante
había que realizar una desescalada sencilla pero con paredes resbalosas. Una
gran salón se abría ante nosotros y un muchacho que nos acompañaba pregunto por
unos reflejos que se veían a la mitad de ese salón al dirigir nuestras luces en
esa dirección. Tarde en interpretar la imagen hasta que caí en la cuenta de que
eran unas cintas reflejantes de mi mochila que había dejado unos minutos antes.
Así es ¡después de entrar por un hoyo, ascendimos unos metros y dimos la vuelta
para salir al salón que se encuentra cerca de la entrada!
Me puse tristón,
ahí acababa la exploración de la cueva del diablo. Al regresar al hoyo, Lino y
sus amigos se encontraban escarbando las capas de lodo en busca de monedas. Al
pisar fuerte y /o golpear con un martillo se escuchaba hueco. Con una varilla
tratamos de ver si los sedimentos habían tapado algún pasaje. La varilla se
hundía más de un metro y no alcanzábamos a imaginar el espesor de las capas de
sedimento a nuestros pies. Jaso empezó a arrojar unas monedas en un agujero que
habíamos cavado. Nos reíamos al imaginar la expresión de futuros buscadores de
tesoros al encontrar monedas cuyo valor representaba cuando mucho 15 pesos.
En la entrada de la
cueva, Jano y Amado disfrutaban la caída de la noche. Comenté que no era un
lugar adecuado para acampar pues había mucho polvo y guano de murciélago. Comer
y dormir en esas condiciones no era atractivo y mucho menos saludable.
Descansamos una rato. Dos jóvenes de Ciudad Mendoza querían atrapar un murciélago
a cachuchazos. Me opuse a ello y traté de platicarles de la importancia que
tenían en el control de plagas, dispersión de semillas y reforestación entre
otras cosas. Creo que mi discurso no los convenció. Intentar capturar a uno de
esos bichos, que entraban y salían con gran rapidez de la cueva era interesante
para ellos. Un joven insistía en que lo quería de mascota. Decía que se vería
bien en su casa y que capturar uno de entre las decenas que había no les iba a
afectar en nada. Apele a que tal vez sería una hembra cuya cría quedaría
desamparada y entonces en lugar de uno tal vez mataríamos a dos murciélagos.
Más que ese argumento de telenovela creo que fue nuestra condición de maestros
-ya que Lino nos llamaba así- lo que dio autoridad a mi voz y desistieron de
sus intentos.
Había llovido
ligeramente y Jano no consideraba seguro bajar en esas condiciones. Las rocas
estaban resbalosas y la vereda sería difícil por la pesada carga que traíamos a
nuestras espaldas. Finalmente emprendimos el regreso. Nos alcanzó un primo de
Lino, Francisco (Paco). El tipo me pareció un poco fanfarrón. Él y los cuatro
jóvenes se reían al ver la manera en que desescalabamos la pared ya que están
acostumbrados a hacerlo sin equipo especial y sin tomar en cuenta elementos de
seguridad: (a “pura fuerza y valor mexicano”) sin embargo, al día siguiente,
Paco sería pieza clave en nuestra siguiente exploración
A las dos de la
madrugada llegamos a casa de la tía de Lino. La señora se levantó a calentarnos
tortillas, frijolitos y ofrecernos aguacates y queso. Jaso y Jano compartieron
carnes frías y Amado una botella de tequila. Platicamos alegremente de la
experiencia vivida y nos dimos cuenta que para Lino y su familia se habían roto
viejos mitos relacionados con la cueva del diablo. Nos fuimos a dormir en
espera de la información que Javier nos traería ya que, por la mañana vería a
una muchacha que hace exploraciones subterráneas en la zona y le pediría
referencias de sitios interesantes por conocer.
Dormimos
profundamente. Al despertar recibimos la información de Paco. El ya se había
retirado pero dejó un esquema de cómo llegar al Itamo cerca del poblado de
Necoxtla, distante a una hora de Ciudad Mendoza. La descripción decía que era
una cueva con muchos tiros pequeños y que al final había un río subterráneo.
Maili, la chica espeleísta, no podría acompañarnos pero sugería visitásemos el
lugar. Ella había entrado con sus amigos pero por problemas de actitud con un
miembro de su grupo no pudo llegar hasta la cima.
A las doce horas del martes 6 nos dirigimos a casa de
Javier. Subió su bicicleta a la camioneta pues sólo nos mostraría el camino
para luego regresar. Nos acompañaba también Alejandro, sobrino de Lino, un
joven muy tranquilo y respetuoso con unos 20 años de edad.
Tomamos rumbo a
Necoxtla, por un camino de terracería en el que se construye una carretera
hacia Oaxaca, a través de la sierra. Tardamos unos 40 minutos en llegar al
centro de un pueblo enclavado en el bosque. La gente vive de la madera. Las
mujeres visten elegantes faldas negras y blusas de tela blanca bordadas con
flores. Dejamos la camioneta a un costado de la iglesia principal, recién
pintada de blanco con bordes azules. Nos reportamos con la señora de la tienda
quien amablemente nos comentó que a esa cueva viene mucha gente, sobre todo
extranjeros. Nos dijo que hay otra cueva más pequeña conocida con el nombre de
“cueva de la capilla” Se encuentra un poco antes del Itamo cuyo nombre
corresponde a un árbol de la región.
Preguntamos por la
autoridad municipal para reportarnos con él. Recientemente se había dado un
incidente con un grupo de espeleólogos ingleses en Cuetzalan, Puebla y el mal
manejo de la situación por la mayoría de los medios de comunicación y de muchos
políticos había dado una mala visión a la gente de lo que hacemos los
exploradores de cavernas. La señora de la tienda sabía de ese caso pero dijo
que no era necesario buscarlo. Que no se acostumbraba pedir permiso para entrar
a la cueva.
Javier se entusiasmo
más por conocer la entrada del Itamo. Dejó encargada su bicicleta y con nuestro
equipo a cuestas emprendimos camino por veredas cerro arriba. Pasamos al
costado de un arroyo donde las mujeres lavan su ropa. Nos miraban tímidamente y
nosotros saludábamos al pasar. Contestaban evitando cruzar la mirada. Pasamos
por un campo sembrado con alcatraces y a medida que ascendíamos el paisaje de
las montañas se veía más hermoso. El sol nos calentaba intensamente. Varias
veces preguntamos a la gente de la región si íbamos por el camino correcto y lo
hacíamos más que por sentirnos despistados para avisarle a la gente del motivo
de nuestra presencia. Por fin llegamos a un claro en la montaña. Del lado
derecho del camino había un campo preparado para la siembra y al fondo, la
entrada al Itamo. Se parecía al acceso del Resumidero de la Joya o del Izote.
Un niño curioso, de
unos ocho años se acercó a observarnos. Le regale un paquete de las prácticas
salchichas que llevamos a las cuevas y buscamos hacerle platica para ver que
sabía y pensaba de la gente que se mete al mundo subterráneo.
De pronto corrió
una lagartija, Tenía patas pequeñas y franjas azules en los costados. De un
azul intenso, metálico. La perseguí, quería atraparla. El niño se enojo y gritó
que no me atreviese a tocarla pues era un “cinco” y era venenoso. Para mi era
una simple lagartija macho con colores llamativos por que sin duda estaba en
época de celo, idea que creí confirmar cuando me dijo que sólo se veían en esta
época del año. La lagartija se escondió bajo mi tenis y empezó a enterrarse. Me
puse nervioso y cuando la agarre me quedé con su cola. Fascinado vi como se
seguía moviendo entre mis manos mientras la lagartija se escapaba. Mostré “la
cola” a los demás y la puse en una roca. Nuestro amiguito me miraba con
desconfianza y coraje pues no le había creído que el cinco era venenoso.
Más tarde Gerardo
Jaso me haría notar lo paradójico de esa situación, ya que no escuche ni
entendí la molestia del niño, así como los jóvenes de Ciudad Mendoza no entendieron
mi enojo cuando querían atrapar un murciélago.
En las entrañas de la tierra
Nos introducimos en las cuevas como las
luciérnagas en la noche, es decir
sin preguntarnos por qué.
De haber respuesta, quizás sea porque
allá dentro,
algunas veces, de alguna forma,
hay más luz.
Continuamos
preparando nuestro equipo. Jaso animó a Paco para que le diera una probadita a
la cueva. Le adaptamos a él y a Alejandro cintas de seguridad y pedales para el
sistema de ascensión. Amado puso un mecate para ayudarnos a bajar los seis
metros con pendiente de unos 45 grados que nos llevaban hasta un tiro vertical
con paredes verdosas, llenas de resbaloso sedimento. Ese primer tiro tiene unos
8 metros. Colocamos un spit, sujetamos una cuerda estática y empezamos a usar
nuestras lámparas.
Al descender
encontramos muchas ramas, troncos y trozos de otras plantas. Había mucha
tierra, sin duda arrastrada por las corrientes de agua. A unos diez metros
iniciaba otro tiro, pequeño ya que tendría unos siete metros pero cuyo acceso
era difícil. Amado apoyado con Jano continuó el armado de la caverna y
colocaron una cinta de seguridad para facilitar el acceso y no tener que
lamentar algún resbalón. Un gran tronco lleno de moho blanquecino se encontraba
atorado por encima de la salida del tiro y no era difícil pensar que con
nuestros movimientos podría caer en nuestras cabezas.
Alejandro y Javier
demostraron buena actitud para el descenso en rapel y decidieron continuar con
nosotros, adentrándonos cada vez más en la zona de penumbra.
Las paredes de la
cueva se encontraban pintarrajeadas. Al final me quedó la sensación de que la
mayoría eran grafitis viejos, al menos de 20 años atrás y quise pensar que los
exploradores actuales tienen una actitud de respeto a este tipo de cavernas.
La cueva era un
“tiradero” en el sentido de que a un “tiro”, inmediatamente le seguía otro. No
era como el resumidero de La Joya (mi mejor referencia de una exploración
técnica). Aquí no había pasajes para caminar durante cientos de metros. Todo
parecía una gran grieta que nos llevaría a las entrañas mismas de la tierra.
La experiencia
vivida en La Joya un par de meses atrás, nos volvió más cuidadosos con las
cuerdas. Amado construyó unas “rosaderas” con tela de mezclilla y las fuimos
colocando en los puntos de fricción. Por mi parte entendí también uno de los
valores fundamentales de los fraccionamientos: evitar la fricción con la roca,
evitar que se rompan las cuerdas.
Varios de los tiros
que encontramos tenían pendientes pronunciadas pero podíamos apoyar nuestro
pies. Cuando estábamos a unos 50 metros de profundidad aún podíamos ver un
tenue reflejo de la luz exterior. Pero al caminar un pequeño pasaje sinuoso
para acceder a otro tiro quedamos en la oscuridad total. Ese momento me resulta
impactante. Lo he sentido sobre todo cada vez que visito los ríos subterráneos
de Guerrero. Ahí, por la magnitud de la gruta, alcanzamos a recibir un poco del
reflejo exterior hasta media hora después de haber entrado y al final de la
travesía percibimos esperanzados la salida gracias a esa luz.
Uno de los tiros
desembocaba en un pequeño lodazal. Había que columpiarse para no caer en él.
Jaso me ofreció su mano pero resbalo y mis pies recibieron su baño de lodo. Fue
divertido aunque incomodo por su textura, el olor a materia orgánica en
descomposición y el frío que sentí.
Seguimos avanzando
acompañados por el paso del tiempo. El cansancio de vez en cuando nos enviaba
un recordatorio de su presencia. Hicimos una parada para comer y platicar de la
experiencia y para ese entonces la caverna del Izote resultaba más seductora.
Queríamos continuar pero el equipo para el armado del camino pronto se
acabaría.
Cada vez
encontrábamos más agua que se acumulaba en pequeñas fosas de roca y llegamos a
un área donde la magnitud de la “grieta” era imponente. Mirábamos hacia arriba
y ya no distinguíamos los bordes del techo y hacia el frente, no podíamos
imaginar hasta donde llegaría el fondo. Amado y Jano montaron la cuerda. A unos
siete metros de distancia hicieron un fraccionamiento. Se veía difícil.
Tardaron en hacerlo mientras tanto Jaso y yo decimos quedarnos junto a Lino y
los demás.
Anduve en los
bordes del tiro. Me llamó la atención reconocer que casi no me da miedo
colocarme en esos sitios. Al principio tenía que agarrarme hasta con las uñas y
permanecer literalmente pegado al piso. Ahora es diferente.
Después del
fraccionamiento y una vez que los perdíamos de vista, llegó Amado a una repisa
y montó la última cuerda. Jano lo alcanzó. Dijeron que escuchaban una corriente
de agua y que tratarían de explorar ese tiro. Se prepararon para descender y
ascender por la misma cuerda pues no distinguían si ésta llegaba a un punto
donde se pudieran detener.
Tardaron más de
media hora en regresar. Calculaban que les faltó unos diez o doce metros de
cuerda para llegar a otra repisa. Lo que vieron fue suficiente para pensar que
pronto estaríamos de regreso, para
alcanzar la sima. Para ello habría que buscar información validada por otros
exploradores y traer más equipo.
Era el momento de
emprender el regreso. Habíamos llegado a unos 180 metros de profundidad, tal
vez un poco más. Llevábamos unas 7 horas en el Itamo y calculábamos hacer otras
tantas de regreso. Nos organizamos para apoyar a los compañeros nuevos y hacer
eficiente el ascenso del grupo.
Subimos
rápidamente, sin contratiempos. Cerca de las tres de la madrugada vimos la luna
llena que hermosa y coqueta se dejaba ver a la entrada del Itamo. Olvidé el
cansancio. Me sentí inmensamente feliz y pensé en ti.
Saqué mi cámara,
busqué un buen ángulo y tome varias fotos. Ninguna salió bien, quedaron sub
expuestas y fuera de foco.
A las cuatro de la
madrugada todos estábamos afuera. Mientras acomodábamos el equipo llegó un
señor de la comunidad acompañado de varios jóvenes que a esa hora andaban
caminando en el bosque. Se veía que andaban de turistas y quisieron disfrutar
la luz de la luna. El señor, curioso quería saber que hacíamos ahí. Comentó que
según lo que le habían dicho, el Itamo tendría unos ochocientos metros de
profundidad.
Emprendimos el
regreso. Aún había que llegar hasta la camioneta y luego trasladarnos a Ciudad
Mendoza. Caminamos rápido, escuchando nuestros pasos, los sonidos del viento y
los insectos del bosque. Al llegar al pueblo me sorprendió escuchar música a
todo volumen en algunas casas. Me resultó molesto, pero así es el ambiente en
la región. A esa hora ya había mujeres lavando sus ropas en el riachuelo que
atravesaba al pueblo.
Subimos a la
camioneta y me quedé dormido. Desperté en las calles de Ciudad Mendoza. A las
seis de la mañana la tía de Lino nos recibió con un exquisito desayuno. Me di
un baño, fumé un cigarro y volví a dormir.
Amado y Jano fueron
a ver a Maili. Al regresar comentaron que nos hacía una invitación para
explorar un sótano de unos cincuenta metros de profundidad. Ella y su grupo nos
esperarían hasta las tres de la tarde. Decidimos no ir. Estábamos muy cansados
y al caer la tarde emprenderíamos el regreso a la Ciudad de México.
Al día siguiente
busqué información por internet y en un listado publicado por la Association
for Mexican Cave Studies con Sede en Austin, Texas caracterizan al Itamo como
un Sótano y le asignan una profundidad de 454 metros. Escribí al foro
Iztaxochitla solicitando más datos y me contestó el presidente de dicha
Asociación indicándome la referencia de la publicación que contiene la
descripción de la caverna y el mapa [ii].
Hay ejemplares en la biblioteca del Instituto de Geología de la UNAM.
Mientras tomábamos
la última foto del grupo, bajo la sombra de una gran jacaranda llena de flores,
Jaso propuso que aprendamos a topografiar cavernas. Quedamos de integrar un
grupo de autoformación en el Colegio para ayudarnos a conseguir recursos con
ese fin.
Nos quedaron ganas
por conocer el Itamo a fondo pero la temporada de secas está llegando a su fin
y sería peligroso intentarlo con lluvias. Necesitamos más equipo para explorar
la sima y tardaremos un poco en conseguirlo. Regresaremos lo más pronto
posible.
En esta exploración
me sentí diferente. No entré buscando respuestas y eso marcó mis emociones.
Disfruté el Itamo y a mis amigos y simbólicamente pienso que la luna que nos
recibió a la salida de la cueva me reafirmó el camino a seguir. Un camino que
no entendí años atrás y hoy, seguramente está ligado a la utopía...
Días después volví
a leer un fragmento de un texto que escribió Rodrigo Remolina que a
continuación transcribo:
“Ser espeleólogo...es ser explorador incorregible en
un mundo que cree saberlo todo. Nuestra pasión es internarnos en una de las
tres fronteras, los territorios menos conocidos del planeta: la frontera
subterránea, junto con la investigación de las abismales profundidades de los
océanos y de la copa de los árboles de los bosques y las selvas.
Las cavidades subterráneas
reservan al hombre un sinnúmero de sorpresas, desde nuevas especies animales,
hongos y bacterias hasta fantásticos minerales de formas (casi) imposibles.
Pero ser espeleólogo también es ser un explorador de uno mismo al adentrarnos
en un ambiente absolutamente exótico, en el que enfrentamos no a uno sino a la
mayor parte de los grandes miedos del hombre”
[iii]
escrito desde el
Valle de México, entre el lunes 12 de abril y el sábado primero de mayo del año
2004
JULIO RIOS