sábado, 23 de junio de 2012

Relato sobre la cueva del diablo en Ciudad Mendoza, Veracruz y primera exploración del grupo SIMA al sotáno del Itamo (2004)


Camino a la “cueva del diablo”, en Veracruz

En compañía de Gerardo Jaso, Amado de Anda, Juan Carlos (Jano) y del Sr. Lino (trabajador de mantenimiento del Colegio) nos lanzamos a explorar una cueva cerca de Ciudad Mendoza, Veracruz, a 260 kilómetros de aquí.

El viaje lo traíamos pospuesto desde el año pasado. En ese entonces unas lluvias torrenciales provocaron el desgajamiento de un cerro y la explosión de tuberías de gas natural de PEMEX. La región era un desastre y decidimos prorrogar la visita. Después queríamos ir en febrero pero un problema familiar del Sr. Lino no lo permitió.

El plazo llegó en esta semana santa. Preparamos nuestras cosas, las trepamos en la camioneta de Jano y, exactamente hace una semana iniciamos la aventura. Como siempre, además del proyecto común cada quién tenía sus expectativas. No contábamos con información precisa de la cueva. El señor Lino nos invitó a explorarla pero los comentarios que nos daba no ayudaban a crearnos una idea precisa de lo que enfrentaríamos. El había entrado un par de veces y cada vez que le pedíamos detalles nuestras dudas se incrementaban. Preveíamos una cueva pequeña y poco interesante ya que don Lino nos advirtió que la cueva estaba muy maltratada debido a que la visitan muchos jóvenes de Ciudad Mendoza que se alumbran con antorchas hechas con una rama, trapos y diesel. Según él, había un foso en el que apenas cabía una persona y era por ahí donde la exploración podía tener alguna esperanza. Su primer relato decía que no se le veía fondo y que se escuchaba agua en su interior. Con ese relato, la amable insistencia a que visitásemos su pueblo y el deseo de emprender una nueva aventura organizamos la visita.

Como toda buena cueva que se respete, esta se encuentra rodeada de mitos. Para variar le llaman “cueva del diablo” y la leyenda más atractiva es que hace algunos años encontraron unas 60 monedas antiguas semienterradas ahí. Don Lino nos mostró una de ellas. Era de cobre, de unos cuatro centímetros de diámetro, con bordes irregulares y poco legibles en sus grabados. Ninguno de nosotros le dimos mayor importancia a esa prueba del “tesoro escondido” pues sabemos que en un lugar así los tesoros son de otro tipo y toman la forma de bellezas naturales labradas en forma de estalactitas, estalagmitas, pasajes espectaculares, la diversidad biológica que las utilice como hábitat y el reto físico y mental que nos represente.

Salimos a las 11:30 de la mañana y tres horas después llegamos a casa de la tía de Lino. Una viejita sonriente y amable de 86 años nos recibió. Ella y otros familiares nos ofrecieron de comer. Las tortillas hechas a mano, frijolitos, aguacates y un picosísimo caldillo de jitomate con nopales fueron un delicioso manjar que disfrutamos poco antes de emprender la caminata hacia el cerro.

Ciudad Mendoza es grande. Se encuentra enclavada en un valle muy cerca de los límites con Puebla. En el camino disfrutamos la vista que ofrecía la nieve del Pico de Orizaba... y mi mente se iba de viaje, hasta las nieves de Canadá que para estas fechas empiezan a derretirse para dar paso a los verdes y floridos mantos de la primavera.

Alrededor de las cuatro de la tarde emprendimos el camino hacia la cueva. Esta se encuentra a las afueras del pueblo y el cerro que la alberga domina la cara sureste de los límites urbanos. Nos acercamos con la camioneta y la dejamos encargada con una familia de la zona. Caminamos por la ribera de un riachuelo de aguas no muy limpias pero rodeado de un bosque de galería con sabinos majestuosos. El contraste era evidente. A nuestra izquierda el cerro semi seco, con vegetación del tipo de selva baja caducifolia (como en Huautla, Mor.) y a la derecha árboles frondosos a la orilla del riachuelo. Cargábamos pesadas mochilas. La exageración era Jano pues apostaba a que pasaríamos un par de noches acampando en el interior de la cueva e iba preparado con comida y utensilios de cocina para guisar en forma abundante y deliciosa. Por supuesto, también llevábamos cuerdas y equipo para emprender una exploración difícil, técnica, en el sentido de montar fraccionamientos.

Caía la tarde y el sol pegaba con intensidad. Empezamos a sudar abundantemente y al iniciar el ascenso por las faldas del cerro a Jano se le empezó a bajar la presión. Tardó en aceptar que le ayudáramos con algunas cosas para aligerar su carga. La subida era difícil por la pendiente pronunciada. En el camino encontramos a algunos jóvenes que a la distancia vimos que andaban en la entrada de la cueva y para ese entonces emprendían el regreso, antes de que cayera la noche. En la medida que subíamos tomábamos algunos descansos y admirábamos el paisaje de la ciudad a nuestros pies.

Por fin llegamos a un cuevón que tendría unos cuatro metros de profundidad y unos tres de diámetro. A su costado estaba una pared de unos diez metros de altura que habría que escalar para llegar a la entrada de la cueva del diablo. Cuatro jóvenes que nos habían rebasado, ascendiendo en el camino estaban ahí. Uno de ellos, Alejandro era sobrino de Lino y tenían la intención de acompañarnos en la exploración. Treparon la pared como gatos y sin protección. De nuestra parte Amado subió primero y montó una cuerda para facilitar el ascenso de los demás. Todo el equipo que llevábamos lo trasladamos con ayuda de una polea. Tardamos un buen rato en esa operación. Nos agarró la noche en medio de las risas y burlas de los amigos de Lino pues no se imaginaban el uso que podríamos darle a todo lo que llevábamos.

Cabíamos parados en la entrada de la cueva. Un poco de basura, el olor a guano de murciélago y paredes grafiteadas fueron nuestro recibimiento.

Cinco metros adentro se abría un salón con una gran bóveda. Quince metros más y encontramos el hoyo. Decidimos colocar un spit para sujetar la cuerda. Había un poco de basura y si bien se veía un fondo a unos tres metros y medio de distancia daba la impresión de que había también una galería. Antes de bajar fuimos a explorar el pasaje izquierdo de la cueva. Había mucho barro húmedo y los resbalones eran constantes. Lentamente fuimos ascendiendo por ese pasaje hasta que unos cien metros adelante la cueva se terminó. Las paredes estaban ahumadas y llenas de sedimentos que se filtraban por las grietas y techos de la cueva.

Regresamos al agujero. Bajamos y ¡sorpresa!, hacia la izquierda no había más que unos tres metros más de galería. Del lado derecho se habría otro camino de unos cuatro metros de diámetro que avanzaba en forma ascendente. Jaso y yo nos emocionamos pues si bien encontramos graffiti pensamos que la exploración se volvía prometedora. Unos veinte metros adelante había que realizar una desescalada sencilla pero con paredes resbalosas. Una gran salón se abría ante nosotros y un muchacho que nos acompañaba pregunto por unos reflejos que se veían a la mitad de ese salón al dirigir nuestras luces en esa dirección. Tarde en interpretar la imagen hasta que caí en la cuenta de que eran unas cintas reflejantes de mi mochila que había dejado unos minutos antes. Así es ¡después de entrar por un hoyo, ascendimos unos metros y dimos la vuelta para salir al salón que se encuentra cerca de la entrada!

Me puse tristón, ahí acababa la exploración de la cueva del diablo. Al regresar al hoyo, Lino y sus amigos se encontraban escarbando las capas de lodo en busca de monedas. Al pisar fuerte y /o golpear con un martillo se escuchaba hueco. Con una varilla tratamos de ver si los sedimentos habían tapado algún pasaje. La varilla se hundía más de un metro y no alcanzábamos a imaginar el espesor de las capas de sedimento a nuestros pies. Jaso empezó a arrojar unas monedas en un agujero que habíamos cavado. Nos reíamos al imaginar la expresión de futuros buscadores de tesoros al encontrar monedas cuyo valor representaba cuando mucho 15 pesos.

En la entrada de la cueva, Jano y Amado disfrutaban la caída de la noche. Comenté que no era un lugar adecuado para acampar pues había mucho polvo y guano de murciélago. Comer y dormir en esas condiciones no era atractivo y mucho menos saludable. Descansamos una rato. Dos jóvenes de Ciudad Mendoza querían atrapar un murciélago a cachuchazos. Me opuse a ello y traté de platicarles de la importancia que tenían en el control de plagas, dispersión de semillas y reforestación entre otras cosas. Creo que mi discurso no los convenció. Intentar capturar a uno de esos bichos, que entraban y salían con gran rapidez de la cueva era interesante para ellos. Un joven insistía en que lo quería de mascota. Decía que se vería bien en su casa y que capturar uno de entre las decenas que había no les iba a afectar en nada. Apele a que tal vez sería una hembra cuya cría quedaría desamparada y entonces en lugar de uno tal vez mataríamos a dos murciélagos. Más que ese argumento de telenovela creo que fue nuestra condición de maestros -ya que Lino nos llamaba así- lo que dio autoridad a mi voz y desistieron de sus intentos.

Había llovido ligeramente y Jano no consideraba seguro bajar en esas condiciones. Las rocas estaban resbalosas y la vereda sería difícil por la pesada carga que traíamos a nuestras espaldas. Finalmente emprendimos el regreso. Nos alcanzó un primo de Lino, Francisco (Paco). El tipo me pareció un poco fanfarrón. Él y los cuatro jóvenes se reían al ver la manera en que desescalabamos la pared ya que están acostumbrados a hacerlo sin equipo especial y sin tomar en cuenta elementos de seguridad: (a “pura fuerza y valor mexicano”) sin embargo, al día siguiente, Paco sería pieza clave en nuestra siguiente exploración

A las dos de la madrugada llegamos a casa de la tía de Lino. La señora se levantó a calentarnos tortillas, frijolitos y ofrecernos aguacates y queso. Jaso y Jano compartieron carnes frías y Amado una botella de tequila. Platicamos alegremente de la experiencia vivida y nos dimos cuenta que para Lino y su familia se habían roto viejos mitos relacionados con la cueva del diablo. Nos fuimos a dormir en espera de la información que Javier nos traería ya que, por la mañana vería a una muchacha que hace exploraciones subterráneas en la zona y le pediría referencias de sitios interesantes por conocer.

Dormimos profundamente. Al despertar recibimos la información de Paco. El ya se había retirado pero dejó un esquema de cómo llegar al Itamo cerca del poblado de Necoxtla, distante a una hora de Ciudad Mendoza. La descripción decía que era una cueva con muchos tiros pequeños y que al final había un río subterráneo. Maili, la chica espeleísta, no podría acompañarnos pero sugería visitásemos el lugar. Ella había entrado con sus amigos pero por problemas de actitud con un miembro de su grupo no pudo llegar hasta la cima.

Explorando el “tiradero” del Itamo

A las doce horas del martes 6 nos dirigimos a casa de Javier. Subió su bicicleta a la camioneta pues sólo nos mostraría el camino para luego regresar. Nos acompañaba también Alejandro, sobrino de Lino, un joven muy tranquilo y respetuoso con unos 20 años de edad.

Tomamos rumbo a Necoxtla, por un camino de terracería en el que se construye una carretera hacia Oaxaca, a través de la sierra. Tardamos unos 40 minutos en llegar al centro de un pueblo enclavado en el bosque. La gente vive de la madera. Las mujeres visten elegantes faldas negras y blusas de tela blanca bordadas con flores. Dejamos la camioneta a un costado de la iglesia principal, recién pintada de blanco con bordes azules. Nos reportamos con la señora de la tienda quien amablemente nos comentó que a esa cueva viene mucha gente, sobre todo extranjeros. Nos dijo que hay otra cueva más pequeña conocida con el nombre de “cueva de la capilla” Se encuentra un poco antes del Itamo cuyo nombre corresponde a un árbol de la región.

Preguntamos por la autoridad municipal para reportarnos con él. Recientemente se había dado un incidente con un grupo de espeleólogos ingleses en Cuetzalan, Puebla y el mal manejo de la situación por la mayoría de los medios de comunicación y de muchos políticos había dado una mala visión a la gente de lo que hacemos los exploradores de cavernas. La señora de la tienda sabía de ese caso pero dijo que no era necesario buscarlo. Que no se acostumbraba pedir permiso para entrar a la cueva.

Javier se entusiasmo más por conocer la entrada del Itamo. Dejó encargada su bicicleta y con nuestro equipo a cuestas emprendimos camino por veredas cerro arriba. Pasamos al costado de un arroyo donde las mujeres lavan su ropa. Nos miraban tímidamente y nosotros saludábamos al pasar. Contestaban evitando cruzar la mirada. Pasamos por un campo sembrado con alcatraces y a medida que ascendíamos el paisaje de las montañas se veía más hermoso. El sol nos calentaba intensamente. Varias veces preguntamos a la gente de la región si íbamos por el camino correcto y lo hacíamos más que por sentirnos despistados para avisarle a la gente del motivo de nuestra presencia. Por fin llegamos a un claro en la montaña. Del lado derecho del camino había un campo preparado para la siembra y al fondo, la entrada al Itamo. Se parecía al acceso del Resumidero de la Joya o del Izote.

Un niño curioso, de unos ocho años se acercó a observarnos. Le regale un paquete de las prácticas salchichas que llevamos a las cuevas y buscamos hacerle platica para ver que sabía y pensaba de la gente que se mete al mundo subterráneo.

De pronto corrió una lagartija, Tenía patas pequeñas y franjas azules en los costados. De un azul intenso, metálico. La perseguí, quería atraparla. El niño se enojo y gritó que no me atreviese a tocarla pues era un “cinco” y era venenoso. Para mi era una simple lagartija macho con colores llamativos por que sin duda estaba en época de celo, idea que creí confirmar cuando me dijo que sólo se veían en esta época del año. La lagartija se escondió bajo mi tenis y empezó a enterrarse. Me puse nervioso y cuando la agarre me quedé con su cola. Fascinado vi como se seguía moviendo entre mis manos mientras la lagartija se escapaba. Mostré “la cola” a los demás y la puse en una roca. Nuestro amiguito me miraba con desconfianza y coraje pues no le había creído que el cinco era venenoso.

Más tarde Gerardo Jaso me haría notar lo paradójico de esa situación, ya que no escuche ni entendí la molestia del niño, así como los jóvenes de Ciudad Mendoza no entendieron mi enojo cuando querían atrapar un murciélago.

En las entrañas de la tierra

Nos introducimos en las cuevas como las
luciérnagas en la noche, es decir
sin preguntarnos por qué.
De haber respuesta, quizás sea porque allá dentro,
algunas veces, de alguna forma,
hay más luz.

Arturo Roblez G.[i]

Continuamos preparando nuestro equipo. Jaso animó a Paco para que le diera una probadita a la cueva. Le adaptamos a él y a Alejandro cintas de seguridad y pedales para el sistema de ascensión. Amado puso un mecate para ayudarnos a bajar los seis metros con pendiente de unos 45 grados que nos llevaban hasta un tiro vertical con paredes verdosas, llenas de resbaloso sedimento. Ese primer tiro tiene unos 8 metros. Colocamos un spit, sujetamos una cuerda estática y empezamos a usar nuestras lámparas.

Al descender encontramos muchas ramas, troncos y trozos de otras plantas. Había mucha tierra, sin duda arrastrada por las corrientes de agua. A unos diez metros iniciaba otro tiro, pequeño ya que tendría unos siete metros pero cuyo acceso era difícil. Amado apoyado con Jano continuó el armado de la caverna y colocaron una cinta de seguridad para facilitar el acceso y no tener que lamentar algún resbalón. Un gran tronco lleno de moho blanquecino se encontraba atorado por encima de la salida del tiro y no era difícil pensar que con nuestros movimientos podría caer en nuestras cabezas.

Alejandro y Javier demostraron buena actitud para el descenso en rapel y decidieron continuar con nosotros, adentrándonos cada vez más en la zona de penumbra.

Las paredes de la cueva se encontraban pintarrajeadas. Al final me quedó la sensación de que la mayoría eran grafitis viejos, al menos de 20 años atrás y quise pensar que los exploradores actuales tienen una actitud de respeto a este tipo de cavernas.

La cueva era un “tiradero” en el sentido de que a un “tiro”, inmediatamente le seguía otro. No era como el resumidero de La Joya (mi mejor referencia de una exploración técnica). Aquí no había pasajes para caminar durante cientos de metros. Todo parecía una gran grieta que nos llevaría a las entrañas mismas de la tierra.

La experiencia vivida en La Joya un par de meses atrás, nos volvió más cuidadosos con las cuerdas. Amado construyó unas “rosaderas” con tela de mezclilla y las fuimos colocando en los puntos de fricción. Por mi parte entendí también uno de los valores fundamentales de los fraccionamientos: evitar la fricción con la roca, evitar que se rompan las cuerdas.

Varios de los tiros que encontramos tenían pendientes pronunciadas pero podíamos apoyar nuestro pies. Cuando estábamos a unos 50 metros de profundidad aún podíamos ver un tenue reflejo de la luz exterior. Pero al caminar un pequeño pasaje sinuoso para acceder a otro tiro quedamos en la oscuridad total. Ese momento me resulta impactante. Lo he sentido sobre todo cada vez que visito los ríos subterráneos de Guerrero. Ahí, por la magnitud de la gruta, alcanzamos a recibir un poco del reflejo exterior hasta media hora después de haber entrado y al final de la travesía percibimos esperanzados la salida gracias a esa luz.

Uno de los tiros desembocaba en un pequeño lodazal. Había que columpiarse para no caer en él. Jaso me ofreció su mano pero resbalo y mis pies recibieron su baño de lodo. Fue divertido aunque incomodo por su textura, el olor a materia orgánica en descomposición y el frío que sentí.

Seguimos avanzando acompañados por el paso del tiempo. El cansancio de vez en cuando nos enviaba un recordatorio de su presencia. Hicimos una parada para comer y platicar de la experiencia y para ese entonces la caverna del Izote resultaba más seductora. Queríamos continuar pero el equipo para el armado del camino pronto se acabaría.

Cada vez encontrábamos más agua que se acumulaba en pequeñas fosas de roca y llegamos a un área donde la magnitud de la “grieta” era imponente. Mirábamos hacia arriba y ya no distinguíamos los bordes del techo y hacia el frente, no podíamos imaginar hasta donde llegaría el fondo. Amado y Jano montaron la cuerda. A unos siete metros de distancia hicieron un fraccionamiento. Se veía difícil. Tardaron en hacerlo mientras tanto Jaso y yo decimos quedarnos junto a Lino y los demás.

Anduve en los bordes del tiro. Me llamó la atención reconocer que casi no me da miedo colocarme en esos sitios. Al principio tenía que agarrarme hasta con las uñas y permanecer literalmente pegado al piso. Ahora es diferente.

Después del fraccionamiento y una vez que los perdíamos de vista, llegó Amado a una repisa y montó la última cuerda. Jano lo alcanzó. Dijeron que escuchaban una corriente de agua y que tratarían de explorar ese tiro. Se prepararon para descender y ascender por la misma cuerda pues no distinguían si ésta llegaba a un punto donde se pudieran detener.

Tardaron más de media hora en regresar. Calculaban que les faltó unos diez o doce metros de cuerda para llegar a otra repisa. Lo que vieron fue suficiente para pensar que pronto estaríamos de regreso,  para alcanzar la sima. Para ello habría que buscar información validada por otros exploradores y traer más equipo.

Era el momento de emprender el regreso. Habíamos llegado a unos 180 metros de profundidad, tal vez un poco más. Llevábamos unas 7 horas en el Itamo y calculábamos hacer otras tantas de regreso. Nos organizamos para apoyar a los compañeros nuevos y hacer eficiente el ascenso del grupo.

Subimos rápidamente, sin contratiempos. Cerca de las tres de la madrugada vimos la luna llena que hermosa y coqueta se dejaba ver a la entrada del Itamo. Olvidé el cansancio. Me sentí inmensamente feliz y pensé en ti.

Saqué mi cámara, busqué un buen ángulo y tome varias fotos. Ninguna salió bien, quedaron sub expuestas y fuera de foco.

A las cuatro de la madrugada todos estábamos afuera. Mientras acomodábamos el equipo llegó un señor de la comunidad acompañado de varios jóvenes que a esa hora andaban caminando en el bosque. Se veía que andaban de turistas y quisieron disfrutar la luz de la luna. El señor, curioso quería saber que hacíamos ahí. Comentó que según lo que le habían dicho, el Itamo tendría unos ochocientos metros de profundidad.

Emprendimos el regreso. Aún había que llegar hasta la camioneta y luego trasladarnos a Ciudad Mendoza. Caminamos rápido, escuchando nuestros pasos, los sonidos del viento y los insectos del bosque. Al llegar al pueblo me sorprendió escuchar música a todo volumen en algunas casas. Me resultó molesto, pero así es el ambiente en la región. A esa hora ya había mujeres lavando sus ropas en el riachuelo que atravesaba al pueblo.

Subimos a la camioneta y me quedé dormido. Desperté en las calles de Ciudad Mendoza. A las seis de la mañana la tía de Lino nos recibió con un exquisito desayuno. Me di un baño, fumé un cigarro y volví a dormir.

Amado y Jano fueron a ver a Maili. Al regresar comentaron que nos hacía una invitación para explorar un sótano de unos cincuenta metros de profundidad. Ella y su grupo nos esperarían hasta las tres de la tarde. Decidimos no ir. Estábamos muy cansados y al caer la tarde emprenderíamos el regreso a la Ciudad de México.

Al día siguiente busqué información por internet y en un listado publicado por la Association for Mexican Cave Studies con Sede en Austin, Texas caracterizan al Itamo como un Sótano y le asignan una profundidad de 454 metros. Escribí al foro Iztaxochitla solicitando más datos y me contestó el presidente de dicha Asociación indicándome la referencia de la publicación que contiene la descripción de la caverna y el mapa [ii]. Hay ejemplares en la biblioteca del Instituto de Geología de la UNAM.

Mientras tomábamos la última foto del grupo, bajo la sombra de una gran jacaranda llena de flores, Jaso propuso que aprendamos a topografiar cavernas. Quedamos de integrar un grupo de autoformación en el Colegio para ayudarnos a conseguir recursos con ese fin.

Nos quedaron ganas por conocer el Itamo a fondo pero la temporada de secas está llegando a su fin y sería peligroso intentarlo con lluvias. Necesitamos más equipo para explorar la sima y tardaremos un poco en conseguirlo. Regresaremos lo más pronto posible.

En esta exploración me sentí diferente. No entré buscando respuestas y eso marcó mis emociones. Disfruté el Itamo y a mis amigos y simbólicamente pienso que la luna que nos recibió a la salida de la cueva me reafirmó el camino a seguir. Un camino que no entendí años atrás y hoy, seguramente está ligado a la utopía...

Días después volví a leer un fragmento de un texto que escribió Rodrigo Remolina que a continuación transcribo:

“Ser espeleólogo...es ser explorador incorregible en un mundo que cree saberlo todo. Nuestra pasión es internarnos en una de las tres fronteras, los territorios menos conocidos del planeta: la frontera subterránea, junto con la investigación de las abismales profundidades de los océanos y de la copa de los árboles de los bosques y las selvas.

Las cavidades subterráneas reservan al hombre un sinnúmero de sorpresas, desde nuevas especies animales, hongos y bacterias hasta fantásticos minerales de formas (casi) imposibles. Pero ser espeleólogo también es ser un explorador de uno mismo al adentrarnos en un ambiente absolutamente exótico, en el que enfrentamos no a uno sino a la mayor parte de los grandes miedos del hombre”  [iii]

escrito desde el Valle de México, entre el lunes 12 de abril y el sábado primero de mayo del año 2004
JULIO RIOS



[i]. En la presentación de la exposición fotográfica “Imagen Profunda” del GEU- UNAM, Ex Convento del Desierto de los Leones, Mex. DF, febrero- marzo del 2004
[ii] AMCS Activities Newsletter No. 22. pp. 54-56
[iii]“ Imagen Profunda”, GEU- UNAM